sábado, 2 de abril de 2016

El cazador furtivo




                Como cada mañana, el sol, comenzaba a despuntar en la sabana africana. Todo iba adquiriendo un color amarillo azulado a la vez que se empezaban a percibir los sonidos provocados por el despertar de la naturaleza. Poco a poco, los animales, iban saliendo de sus refugios llenando la sabana con un ir y venir a veces veloz y a veces perezoso. Era el mejor momento para realizar la caza pues aún estaban medio aletargados de su descanso nocturno.

Escondido entre los arbustos, Sindar, avistó una cría de gorila que andaba despistada intentando encontrar el rastro de su madre. Hoy era su día suerte; nada menos que una cría, eso significaba una buena suma de dinero en el mercado clandestino. Claro que, si la vendía por piezas, podría sacarle el doble de valor ya que las manos y la cabeza estaban muy bien cotizadas entre los ricos primermundistas que querían presumir de un cenicero exótico sobre la mesa de su impresionante salón.

Sin pensarlo más levantó su arma, apuntó cuidadosamente y, procurando no acertarle en algún punto que pudiera bajar el precio de la pieza, disparó.
El animal se contrajo en una mueca de dolor y cayó al suelo rodando y dejando tras de sí una senda de ramas y matorrales rotos. Rodó unos tres metros hasta que topó con una piedra que detuvo su caída y, allí, quedó inmóvil.

El cazador salió de su escondite y se acercó a donde yacía la masa inerte. La miró, estaba muerto, el tiro había sido certero. Se agachó para comprobar donde había recibido el impacto y entonces ocurrió.

Los ojos del gorila se abrieron de forma repentina y Sindar notó un hálito, gélido como el hielo, que le atravesaba todos los poros de la piel penetrando en su interior. Asustado por lo que acababa de pasar se levantó y dio unos pasos atrás mirando al gorila que no era más que un cuerpo sin vida. No sabía si lo que le acababa de ocurrir  había sido real o solo fruto de su imaginación, lo cierto es que Sindar ya no se atrevió a acercarse. Atemorizado y pensando que quizá fuese cierta la leyenda que se contaba se alejó corriendo del lugar dejando abandonada la pieza.
Durante algún tiempo, y a pesar de los enfados de su hijo que no entendía por qué a pocos días de su primera cacería su padre se negaba a practicar la puntería con él, se mantuvo casi encerrado en su casa. Si salía era para dar una vuelta por su aldea. De momento, no se sentía con ánimo para volver a internarse en la sabana.

Habían pasado dos semanas y ya se encontraba totalmente recuperado del susto, se sentía animado y deseoso de volver a su rutina y a la caza, por lo que decidió que, al día siguiente, volvería a salir.

Ese día se levantó muy temprano. Tras hacer un ligero desayuno a base de una pasta blanquecina, se armó con su rifle, su bolsa con algunos alimentos y munición y salió a la calle dispuesto a regresar con una pieza que compensase la que había dejado abandonada en el bosque la semana anterior.

Todavía no había empezado a amanecer cuando, por una calle que le sacaba de la aldea, se encaminó a la sabana. Apenas había recorrido media calle cuando a lo lejos vio a dos hombres que porteaban un bulto negro colgando de un palo que sujetaban en sus hombros. Cuando se cruzó con ellos vio que lo que llevaban era una cría de gorila. La miró, y al hacerlo sintió algo muy raro, un horrible dolor emocional le golpeó sin piedad.

Estaba estupefacto ante la escena. No podía creer que le estuviera pasando eso. Él había crecido viendo matar gorilas, estaba muy acostumbrado a estar rodeado de sus cadáveres; era de lo que se vivía en su aldea desde hacía mucho tiempo. Se sintió tan mal que dio media vuelta y regreso a la choza que era su casa. Entró y se dejó caer en el jergón que le hacía las veces de cama y allí, tendido, sin saber que era lo que le estaba pasando se sumió en un profundo sueño.

Al día siguiente despertó con una energía extraña que le había renovado todas sus fuerzas, se levantó y salió a la calle. Unas tímidas nubes formaban una especie de veladura que, a pesar de que había amanecido un día soleado, hacían que la sensación de calor no fuera tan intensa como los días anteriores. Era un buen día de caza y así se manifestaba en el tránsito de cazadores que, cargados con sus armas, se dirigían a la sabana. Él también decidió hacer lo propio. Tomó las cosas imprescindibles que iba a necesitar y partió hacía su quehacer diario.

Después de su largo caminar, llegó al lugar al que sabía que los gorilas acudían para desperezarse de su descanso nocturno. Oteó su alrededor y se escondió detrás de unos arbustos a la espera de la llegada de los primates. Llevaba poco tiempo en su posición cuando escuchó ruido entre las hojas y se puso alerta pero pronto se volvió a relajar. El ruido, no lo provocaba una posible presa sino un grupo de cazadores que, al igual que él, habían elegido el mismo lugar para la matanza. Más tranquilo, puso atención tratando de ver donde se colocaban los demás y entonces se dio cuenta de que había quedado totalmente rodeado por ellos. Tendría que salir de allí, en el momento que apareciese una presa estaría en el centro de los disparos y podrían abatirlo. Poco a poco, levantando primero un brazo, se fue incorporando pero apenas se había levantado un palmo cuando oyó el ruido de un arma que era disparada, rápidamente se agachó y llegó a sentir como la bala pasaba muy cerca rozando su cabeza. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que la colocación de los cazadores había sido totalmente premeditada para rodearle. Un sudor frío empezó a manarle de la frente y sintió como la adrenalina liberada por el miedo que sentía le recorría todo el cuerpo.

Arrastrándose entre los matorrales, sigilosamente, intentó salir de aquel lugar, pero una nueva oleada de terror volvió a sacudirle al ser consciente de que los cazadores le seguían, estaban tratando de darle caza como si de un gorila se tratase. Decidió que lo mejor que podía hacer era echar a correr lo más rápido posible,  procurando no ser alcanzado.

Así lo hizo, se incorporó de un salto y como alma que lleva el diablo se puso a correr tan rápido que apenas notaba los golpes que recibía con las ramas que se iba encontrando.

Con su loca huída, consiguió llegar a los límites del bosque, de donde se le vio salir cansado y ensangrentado por las innumerables heridas sufridas en su desbocada carrera.

Ya en campo abierto, pudo, por fin, dejar de correr y caminar rumbo a su aldea. Iba pensando y tratando de encontrar una respuesta a lo que le estaba sucediendo cuando se sobresaltó al oír unas voces. Levantó la vista del suelo y pudo ver a un grupo de cazadores que iban unos pasos delante y que comentaban la cacería del día. No quería hablar con nadie así que volvió a bajar la cabeza y apresuró el paso hasta que llegó a su altura y los adelantó. Tardó el tiempo suficiente para llegar a oír como uno de ellos contaba que habían intentado dar caza a un gorila, que lo habían perseguido, pero misteriosamente al llegar a la linde del bosque lo habían perdido de vista. Esto le creó tal impresión que le hizo acelerar el paso más todavía, como si con ese aceleramiento pudiese negar lo que ya era una certeza. La leyenda no era tal leyenda.

Caminó un largo techo y para cuando llegó a su choza estaba totalmente convencido de lo que tenía que hacer; siempre había oído contar esa historia pero nunca el final así que tenía que ir a ver al chamán.

Descansó un momento para reponer las fuerzas y tras coger un amuleto y su rifle rehízo sus pasos en dirección a las montañas. Ya había llegado a la mitad del bosque cuando, al salir de detrás de unas piedras, se topó de frente con un cazador. Fue tal la sorpresa que apenas tuvieron tiempo de verse pues el cazador rápidamente apuntó con su rifle y disparó.

El tiro le alcanzó en un brazo haciendo reaccionar a Sindar que sin pensarlo dos veces accionó su gatillo y derribó al cazador de un solo disparo; siempre había tenido muy buena puntería.
Ensangrentado y dolorido, dejó caer el arma al asuelo. Por unos instantes se quedó totalmente ausente. Era como si todo aquello fuese una pesadilla; él jamás había disparado contra un ser humano.

No era capaz de distinguir lo que sentía, tenía una sensación de indiferencia que tal vez fuese provocada por el hecho de no conocer a la persona, pero a la vez también sentía un miedo que no sabía de donde procedía. Quizá lo provocase el sentimiento de haber sido capaz de matar a un hombre o el pensar en el castigo que le esperaba.

Totalmente aturdido por tales sensaciones caminó hasta donde yacía el cuerpo tendido del hombre; quería comprobar si seguía con vida.

Se agachó ante él y, con una mano temblorosa, le giró para poder verle la cara. Sus ojos se abrieron como platos y su cara se trasformó en una mueca de auténtico terror. El cuerpo que tenía tirado a sus pies, el cazador al que había matado con un disparo certero en el corazón, era su propio hijo, el mismo que por la mañana se despedía de él alegre y contento porque al fin había llegado el día de su primera cacería.

Caminó unos pasos hacia atrás y se dejó resbalar por el tronco de un árbol que se encontró a su espalda. Quedó sentado a sus pies, casi al borde de la inconsciencia y siendo protagonista del final de la leyenda: sólo al sentir el miedo de la presa y el dolor de sus semejantes al perder a uno de ellos, sólo entonces, se conocería lo que era la caza en todas sus facetas y la maldición de verse presa acabaría.

Permaneció unos minutos allí sentado hasta que, lentamente, se incorporó y regreso junto a su hijo muerto. Le tomó en sus brazos y como un movimiento reflejo echo a andar.

Era tal el estado de locura en el que se encontraba que no sabía ni hacia donde se dirigía.


FIN